viernes, 27 septiembre, 2024
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Manuscrito: En la boca del lobo

Ocurrió hace algunos años, pero podría haber sido ayer.

La primera señal de que esa noche no iba a terminar como yo deseaba me la dio el taxista, que no pudo encontrar el predio de GEBA y me depositó en plena madrugada sobre Libertador y Dorrego, junto al Hipódromo de Palermo. Supuestamente unas pocas cuadras me separaban del club, donde mi novia de ese entonces, su prima y su pareja salían de una fiesta y me esperaban para ir a tomar algo.

Había dejado de llover dos horas antes, pero una gruesa frazada de nubes lilas todavía cubría el cielo. Yo llevaba un paraguas con mango y punta de madera, que utilizaba a modo de bastón como si fuera un caballero inglés de la era victoriana y no un periodista patagónico que lleva años en la Ciudad y todavía se pierde en ella. No había nadie alrededor. Pronto mis pasos me dejaron frente al pasto prolijo del parque Tres de Febrero, o los Bosques de Palermo, como les dicen acá. La luz tenue de algún que otro farol alcanzaba a sugerir que yo era la única persona en esa enorme y silenciosa extensión de tierra

Claro que era mentira, porque en los Bosques de Palermo pasan cosas mucho peores que en los bosques que imaginaron los hermanos Grimm. Según las estadísticas oficiales, Palermo encabeza el ranking de robos y hurtos entre los barrios de la Ciudad y no son pocos los criminales que han elegido ejercer su oficio en medio de este follaje. A pesar de saber esto, avancé decidido con la esperanza de que aquella boca de lobo de 400 hectáreas no me iba a engullir esa noche.

Por desgracia, no fue el caso. Sin GEBA a la vista y mal ayudado por un celular prehistórico, me rendí y pegué la vuelta en dirección al Hipódromo. Enseguida noté algo raro. Pasos duplicados en el césped, como un eco descompasado de mis propias pisadas. Alguien me seguía. Me di vuelta y encontré a un pibe que no podía tener más de 20 años, con los brazos muy abiertos, como tenazas dispuestas a atraparme.

No le di la oportunidad. Corrí en dirección a Dorrego sin mirar atrás. Y aunque mi estado físico era (es, sigue siendo) paupérrimo, seguí corriendo y no me detuve.

Hasta que comenzó a sonar mi celular. Miré hacia todos lados, comprobé que estaba solo y atendí. Era mi novia de ese entonces, que me esperaba a la salida del club con su prima y su pareja y quería preguntarme por qué no había llegado todavía. Casi sin aire, con el corazón a mil, le conté como pude la secuencia. Las palabras se me estrellaban en la garganta: mequisieronrobar, mescapé, mesigoescapando. En ese momento, una mano desconocida se apoyó sobre la mía e intentó arrebatarme el teléfono. Era el pibe de la plaza.

Forcejeamos por el aparato. En un momento, el pibe de la plaza metió la otra mano en su pantalón y simuló tener un revólver. “Tengo un caño, dame el celular, la plata”, gritó. No había llegado a cortar la llamada y mi novia de ese entonces escuchaba todo mientras aullaba al otro lado del auricular. En medio de la gresca, vino a mi mente el recuerdo de todos los robos que ya había sufrido: con cuchillo, con armas, con amenazas. Siempre la misma reacción, sumiso, cabizbajo, sin oponer resistencia. Algo en mí se rompió. Sin pensarlo, levanté el paraguas que todavía arrastraba conmigo y empecé a golpear al pibe de la plaza con el mango.

Todos lo saben. No hay que oponer resistencia. Es arriesgado. Una situación mala puede volverse bastante peor. Pero lo hice igual. Y el pibe de la plaza escapó. Aunque se llevó mi celular, no logró sacarme nada más. Diez minutos después apareció mi novia de ese entonces en un taxi.

Al final no íbamos a salir. Resulta que su prima y su pareja habían tenido “un accidente íntimo” un rato antes y no estaban de humor. “¿Ves? –me dijo mi novia de ese entonces–. Siempre puede ser peor”.

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