viernes, 27 septiembre, 2024
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Un impensado piloto de tormenta

Esto ocurrió hace más de 40 años, así que pueden endosarle los hechos a la insensatez de la juventud. También notarán mi completa ignorancia en asuntos navales; eso forma parte del relato.

En las postrimerías del invierno de 1982, dos amigos me invitaron a ir a Colonia del Sacramento, Uruguay, en barco. Barco suena un poco presuntuoso. Más bien era un frágil velero de, acaso, siete metros. Un poco para ironizar con el destino –no hagan esto en sus casas–, decidí subirme a la aventura. Solo unos meses atrás, algunos conocidos me habían ofrecido cruzarme a Colonia en un velero para eludir la movilización por la Guerra de Malvinas. Ahora que todo eso había pasado, quería tomarme la revancha de ir y volver de Colonia en barco sin andar huyendo de la ley. Ni de mis principios, que por eso había rechazado la oferta en su momento.

Salimos temprano y aunque no recuerdo los horarios precisos, se suponía que llegaríamos al atardecer. Me encantan las suposiciones.

Un viento tranquilo nos llevó hasta más o menos dos tercios del recorrido, y aunque me daba un poco de impresión el estar rodeado de agua en una cosita tan diminuta, el dueño de la embarcación parecía conocer su oficio, y esto despertaba mi admiración y me daba cierta confianza.

Entonces, en cuestión de minutos, el viento se calmó por completo, quedamos rodeados de una niebla de lo más inquietante, y el velero, simplemente, se detuvo. Es el problema de los veleros. Le pasó a Agamenón antes de partir a Troya. Nos pasaba ahora a nosotros. Pero, más de 30 siglos después, el barquito tenía motor; calculo que para situaciones como esta. Sin embargo, al revés que el hermano de Menelao, mi amigo tenía un velero, pero poco dinero. Así que no le había puesto nafta. O gasoil, más probablemente.

En suma, ahí estábamos, varados en medio del río, en un silencio siniestro y rodeados de niebla. No negaré que en un momento el espectáculo me pareció bellamente cinematográfico. Pero la magia duró poco. Cuando pregunté qué podíamos hacer, la respuesta fue que nada. Esperar.

Después de unir los puntos, apareció en mi cabeza la siguiente pregunta: ¿esperar qué? La respuesta llegó con el crepúsculo, cuando una tormenta de viento, lluvia y frío empezó a vapulear el velero más allá de toda decencia. La buena noticia era que estábamos de nuevo en camino. La mala, que mis amigos sufrían mal de mar y ninguno de los dos lograba permanecer mucho tiempo en el timón. El timón era como los de las películas, nada electrónico o digital, y, cuando menos me lo esperaba, el dueño del barquito (dicho esto con todo respeto) me pidió que ocupara el lugar del timonel, porque era el único inmune al vaivén obsceno. Me señaló una luz en el horizonte y me dijo que mantuviera el barco en ese rumbo. A toda costa, digamos.

Siguieron unas (no estoy seguro) tres o cuatro horas de mirar la lucecita, que aparecía y desaparecía a lo lejos, hostigado por la lluvia pertinaz y el viento frío, cubierto por un delgado pilotín amarillo y con las manos moradas de frío firmes en la rueda. Cada tanto, el navegante me subía un vaso de whisky, con la excusa de mantenerme en calor, controlaba que íbamos bien, ajustaba no sé qué dispositivos misteriosos, me daba ánimos y desaparecía otra vez.

La lucecita se fue haciendo cada vez más brillante, cada vez más próxima, y la tormenta de algún modo cedió, aunque por fortuna seguíamos teniendo viento. En algún momento me relevaron y por fin atracamos en Colonia. Mis dos amigos estaban entre pálidos y trémulos, y ninguno de los tres pudo mantener un equilibrio digno durante las primeras cuadras en tierra firme. Whisky aparte, quiero decir.

Pero la pude contar. Y me quedó la impresión, clara e incuestionable, de que la vida muchas veces se pone así, tempestuosa, y todo el truco, si la nave resiste, es mantener la vista en la lucecita y aguantar lo que venga, el tiempo que haga falta.

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