sábado, 21 septiembre, 2024
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Atravesó una pérdida dura, tenía ansiedad, pero halló un camino para sanar en Bs. As: La ecuación era muy simple

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Fernando Gaetani ya había pasado los 20 cuando comenzó a soltarle la mano a ese ser libre que habitaba en su interior, aquel niño que alguna vez fue, que permitía que los sentidos ingresen plenos, de manera sencilla, para sentirse vivo y dejarse envolver por la certeza de que la vida valía la pena.

Las señales de ahogo fueron varias y habían empezado años antes, pero hubo un suceso claro, a los 25, que marcó un antes y después: el día que obtuvo su registro de conducir. Es inevitable, se dijo, debía adoptar ciertos mandatos para sobrevivir la existencia adulta. Fernando se había resistido a manejar durante mucho tiempo, pero la sociedad parecía mirar a un hombre que no conduce con extrañamiento y, a su vez, acababa de comenzar su primer vínculo romántico formal y, sin dudas, sintió la presión por cumplir ese otro mandato de ir y venir a las citas en auto. Le costaba, se negaba, pero cedía: le daba cierta vergüenza proponer traslados a pie.

“A diferencia de las caminatas de libertad, recorrer las calles en auto no me era placentero, me ahogaba el solo pensar de quedar atascado en el tránsito. Pero bueno, cumplí con el mandato de tener licencia”, dice al rememorar su historia.

«Pero bueno, cumplí con el mandato», cuenta Fernando.

El mundo infinito, Luján, y la sensación de libertad: “La ecuación era simple, solo necesitaba de mis dos piernas y algunos centavos”

A Fernando siempre le gustó caminar. Su padre tenía auto, pero no disfrutaba conducirlo, menos perder el tiempo buscando estacionamiento en el caos de Buenos Aires. Por ello, los fines de semana dejaba el vehículo de lado y, junto a su mujer y sus hijos, caminaban a todos lados: “Recuerdo que me sentí `grande´ por primera vez cuando mi mamá me dejó ir solo a la panadería de la otra cuadra. Tenía todo ese mundo infinito para mí, no lo podía creer”.

Ya en la adolescencia, Fernando solía caminar por las calles de Villa Urquiza junto a sus amigos. Era uno de sus pasatiempos compartidos favoritos, disfrutaban traspasar las fronteras e ir a Belgrano, Parque Chas y Villa Ortúzar y, con lo mínimo indispensable, construían un presente que se transformó en grandes recuerdos.

“Me acuerdo del sentimiento de libertad que sentía al caminar las calles de mi barrio”, cuenta Fernando. “La ecuación era simple, solo necesitaba de mis dos piernas y algunos centavos para comprar un helado o un agua que acompañara la caminata y las charlas, todo eso por suerte estaba a la mano de un chico de 13 años, no necesitaba nada más”.

Consciente de su pasión, fue a los 15 que Fernando se propuso peregrinar a Luján por primera vez. Jamás en su vida olvidará semejante experiencia, así como el rostro de su padre cuando lo fue a buscar a la parada del colectivo a la vuelta y su propia sonrisa de felicidad.

Al otro día tenía los pies entumecidos, pero no importaba, Fernando no sentía el dolor, solo quería compartir con su familia la hazaña y asistir al colegio, no escaparle a su obligación: “Recuerdo que mis compañeros me preguntaban por qué no había faltado para recuperarme, pero yo no sentía que fuera necesario, caminar para mí era salud, libertad. Repetí la misma experiencia al año siguiente y logré también llegar a la meta”, describe.

“En mí permanecen las caminatas a la madrugada por la ruta mirando el cielo estrellado, en compañía de miles de personas, una energía hermosa, cada uno con un propósito personal y un objetivo en común, llegar a la Basílica. Recuerdo el sentimiento de realización al cumplir el objetivo”.

Peregrinación a la Basílica de Luján.

Pero entonces, Fernando llegó al umbral de la adultez y todo comenzó a cambiar. Los mandatos comenzaron a pesar, al igual que su carrera universitaria, que culminó a los 24, tras años de mucha exigencia, entrega, sacrificios y obligaciones. El disfrute, de pronto, se había diluido para darle paso a un período de mucha ansiedad.

Decidió comenzar terapia, sabía que había episodios de su infancia que debía sanar, así como ciertos aspectos de su personalidad. Nunca olvidará aquella vez, en pleno tratamiento y con su ansiedad en un pico extremo, cuando agarró las llaves de su casa, la correa de su perra labradora, Luna, y le dijo `vamos´, al borde del llanto. Ella saltó de alegría y se dejó llevar sin rumbo por las calles de su barrio.

“Esta vez las caminatas las hacía acompañado, pero sin charla, en silencio. Las recuerdo con alegría y cierta nostalgia, porque Luna hace años que me acompaña desde otro plano. Esas caminatas donde con una gran congoja y angustia, pese a estar prisionero de mis pensamientos intrusivos, yo me volvía a sentir libre caminando y para mí fue parte de mi tratamiento para poder superar ese momento doloroso y convertirme en una mejor persona”, asegura Fernando hoy.

«Esas caminatas donde con una gran congoja y angustia, pese a estar prisionero de mis pensamientos intrusivos, yo me volvía a sentir libre caminando y para mí fue parte de mi tratamiento para poder superar ese momento doloroso y convertirme en una mejor persona”.

La pandemia y la revelación: “Tomé consciencia”

Cuando la tercera década de vida arribó, también lo hizo la pandemia, el punto de inflexión en la historia de Fernando. Fue con el encierro, que las trampas mentales crecieron, así como las preguntas acerca de la libertad.

Como a la mayoría, al joven caminante le tocó vivir el confinamiento lejos de la familia. El miedo, por otro lado, se apoderó de Fernando. En la ciudad más de 5 kilómetros lo separaba de sus padres, él vivía en Palermo y ellos en Villa Urquiza. Dejó que tres meses pasaran sin verlos, obedeciendo a las reglas y sujeto al temor de provocarles algún mal. Fernando hablaba con ellos por teléfono, se acostaba y le pedía al universo cada noche volver a ver a sus padres y al mar.

Cuando comenzaron las primeras aperturas y se permitieron las reuniones reducidas, su madre sugirió verse. Sin auto, la distancia parecía enorme y el transporte público un riesgo, hasta que un día Fernando no aguantó más y salió al encuentro con sus dos piernas.

“Me fijé el recorrido: 5,5 Km, 1:20 hs caminando me marcaba el google map. Hacía tres meses que mi único recorrido diario era por los 45m2 de mi departamento y una vez por semana dos cuadras para ir al supermercado. Pero bueno, intentarlo valía la pena”.

Fernando le pedía al universo cada noche volver a ver a sus padres y al mar.

“Así fue como en pandemia tomé consciencia de lo que disfrutaba caminar”, revela. “Otra vez volvía a experimentar el sentimiento de libertad, esta vez más profundo, dejaba mi lugar seguro durante tres meses, salía a lo desconocido una ciudad vacía, con locales cerrados pero otra vez era libre, solo necesitaba de mis dos piernas y aire en los pulmones y la meta era nada más y nada menos que reencontrarme con mis padres. Recuerdo ese día caminar las cuadras cercanas al domicilio de ellos, todo se veía muy diferente, gris, raro, lejano. Cuando abro la primera puerta de entrada de la casa de mis padres se asoma al pasillo mi mamá con una gran sonrisa: `Viniste, al final viniste´. Si bien el abrazo no estuvo (por precaución) el ambiente se llenó de amor y emoción, estábamos juntos otra vez”.

Gracias a aquel simple gran suceso de su vida, Fernando poco a poco comenzó a recuperar la confianza perdida en la infancia y la adolescencia, así como la libertad. Entendió, como metáfora de la vida, que no necesitaba nada más que sus piernas, podía ir y venir de Palermo a Villa Urquiza, y con tan solo eso sentirse muy feliz. Y, para colmo de bienes, su nuevo hobby resultó ser una gran herramienta y deporte para mejorar su salud: “Los resultados de los análisis de rutina asombraron a mi médico, los parámetros habían mejorado y me preguntó qué hice. Caminé, le dije. Perfecto, seguí así, me dijo. Y así hago”.

Sin embargo, cuando la pandemia aún no había concluido, a Fernando le tocó atravesar uno de los golpes más duros de su vida, la muerte de su padre de manera inesperada por un paro cardíaco: “Se me vino el mundo abajo, se me rompió el corazón en mil pedazos, recuerdo que por varias semanas entré en una dinámica muy surrealista, no podía hacer nada, no podía conectar con nada, no sabía cómo iba a hacer para superar ese momento de tanto dolor, desilusión y además aún estábamos con las restricciones de la pandemia”, relata conmovido.

Fernando, junto a su madre.

Para Fernando, la respuesta estaba cerca: caminar. Los primeros meses del duelo caminó de 40 a 60 minutos por día, era lo único que lo calmaba. Bajó de peso, la tristeza lo agobiaba, pero su entorno señalaba su buen estado físico: “Yo no podía entender cómo estando tan roto por dentro podía dar una imagen así por fuera, la respuesta eran las caminatas”.

Buenos Aires con otros ojos y el hombre libre: “Caminar me salvó”

Las semanas pasaron y cierto día el trabajo presencial regresó. Con el volver a las rutinas, Fernando supo que había algo que jamás iba a retornar: su yo sumido por ciertos mandatos del pasado. Dejó el auto definitivamente y reemplazó el transporte público (solo recurre a él en caso de fuerza mayor) por la caminata.

Hoy, a sus 34, Fernando sabe que aquel niño que se sentía libre con algo tan sencillo como sus dos piernas y sus ganas de sentir y observar el mundo, sigue a su lado y se quedará para siempre. Ya no solo no le preocupa si es el raro que camina, sino que lo hace con tanta naturalidad, que otros se han sumado a su forma de vida.

“Disfruto caminar, solo o acompañado. Con mi ejemplo he impulsado a muchos amigos, compañeros de trabajo, que me ven todos los días como me traslado y se suman a este estilo de vida y para mí es un orgullo. Escuchar `hoy me sumo a la caminata´, `hoy vuelvo con vos caminando´, es muy motivador. Doy fe de lo bien que nos hace y a su vez siento que estoy aportando mi granito de arena para cuidar también el medio ambiente”, reflexiona.

Fernando abandonó el auto y los medios de transporte.

“En mis caminatas, también redescubrí la ciudad. No me había dado cuenta de la cantidad de edificios históricos que hay en la ciudad, y lo hermoso que son. Cuando voy caminando me quedo fascinado con la arquitectura de principios del siglo XX, los balcones franceses, el diseño de los herrajes de bronce de las puertas y ventanas, las cúpulas de los edificios. Desde Microcentro a Palermo está lleno de esas joyas arquitectónicas”.

“También al caminar tanto la ciudad me dí cuenta de la rapidez con que se montan y desmontan los locales comerciales, es algo que antes quizá pasaba inadvertido. Desde que terminó la pandemia es tremendo como hay una renovación constante de los comercios. Es impresionante la cantidad de obras civiles en desarrollo que hay en la ciudad. En general considero y trato de convencerme que son para mejor y buscan embellecer y modernizar la ciudad, me gusta notar esos pequeños cambios que se van dando en el recorrido habitual y descubrir cosas nuevas y ver a las personas. Pienso que cada barrio tiene su estilo y las personas que viven en cada uno de ellos son fáciles de identificar”.

Sin importar dónde esté, a Fernando caminar le da libertad.

“Me gusta perderme por las calles de Buenos Aires los fines de semana, sin horario, sin rumbo. Me gusta hacer lo mismo si viajo a un lugar desconocido. Para mí caminar no tiene precio, caminar me salvó en distintos momentos de mi vida. Caminar me da libertad”.

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